Autor: Héctor Carlos Reis
Todo hacía presumir que nunca llegaría. A lo lejos la montaña se perfilaba como un colmillo en las fauces de un gigante tumbado. Corrió hacia el arroyo dando tropezones; sus piernas se magullaron y fluyó sangre al caer de bruces sobre la roca. La frescura del agua mitigó el dolor.
Así, tendido sobre el basalto, acunó pensamientos que creía olvidados. La huída le había consumido todo menos su laboriosa mente. Siempre pensaba, era su descanso.
Los años en la mísera prisión no lo habían dañado. Su cuerpo, elástico por las constantes mediciones que hicieron sus pies sobre el duro cemento, mantenía el vigor a pesar de sus casi sesenta años.
La potente luz solar lo hizo pestañear; las oscuras celdas de la dictadura menguaron la adaptación de sus ojos a la claridad pero ya se iba acostumbrando: los ojos eran un reflejo de su mente; la rapidez para sortear peligros lo mantenía vivo. Siempre había tenido claro cómo funcionaban las cosas y por eso su agudo escepticismo. Sólo había fallado una vez: así lo detuvieron los malditos gendarmes.
Luego de aquella noche oscura de bastonazos que hirieron la dignidad de tantos como él, nunca cesó la persecución. Su mente brillante de físico y de astrónomo abarcaba también la miseria de la condición humana y no sólo la vastedad del cosmos. Por eso, porque veía más allá de los límites y escuchaba por sobre los ecos del "big bang" de los totalitarismos, siempre estaba en la mira de los idiotas inútiles.
El reservado científico hundía su modestia en una banqueta de mimbre y sus ojos hurgaban (con la tecnología que a cuentagotas llegaba por los magros presupuestos), ya en microscopios ya en telescopios; la aceleración de partículas y, sobre todo, los movimientos azarosos del electrón eran su campo preferido. Había descubierto que existía un "factor constante": se podía prever y conjeturar con altas probabilidades de acertar los movimientos de las partículas. De este modo quizás el azar no fuese tan inevitable. Guardó, como su tesoro más preciado, el hallazgo hasta comprobarlo con total rigor científico. Mientras tanto fue acomodando su vida y todos sus actos eran pensados en función de las probabilidades calculadas; esta metodología le sirvió para sobrevivir durante las dictaduras que sometieron al país.
Aplicaba un mimetismo singular pareciendo ratón, como los que usaban sus colegas biólogos, siendo en realidad, águila; depredador y no presa. Todas sus teorías las anotaba minuciosamente y en función de su "factor constante" descubrió las trampas de la cultura: los inventos del hombre para dominar y manejar al hombre. Así fueron cayendo creencias e ideologías.
Buscando el conocimiento encontró el factor constante de los hombres: agresividad, ritualismo, jerarquía, territorialidad, estupidez, hipocresía y codicia; la terrible codicia de poder sobre bienes y sobre personas...
Desde el duro basalto siguió evocando una niñez golpeada; había sido un rebelde, sus padres (¡su madre!) nunca lo habían acariciado; la falta de ternura hizo que una mueca de tristeza asomara en su rostro. Sintió un inmenso abatimiento. ¿Quizá por eso buscó siempre ser amado? La congoja surgió y apretó su garganta. La angustia le pareció letal. Oscuras sombras surgieron del pasado y un sollozo lo sofocó. Quizo rehacerse rescatando lo bueno de sus padres: quedó flotando la imagen del hombre con el traje azul y su sombrero gris y la sonrisa de la mujer engarzando coquetamente el brazo del esposo. Así los dos se fueron esfumando en el recuerdo...
Conoció el amor; el simple amor sensual de su primera esposa y el buen amor de su última mujer. Los años compartidos con ella lo ayudaron a comprender la diferencia. El enamoramiento es ilusorio, dependiente y corto; los deseos propios satisfechos a través del otro; la codicia sobre personas... El buen amor es conocimiento del otro, respeto, responsabilidad y cuidado. Amar es dar sin esperar nada a cambio. Su "factor constante", aplicado a los sentimientos, le ayudó a ver que el buen amor casi no existe.
Echado sobre la roca tembló súbitamente: ¿cómo podía ser que pasara tan rápido de la angustia asfixiante a la lucidez de su pensamiento analítico-crítico? Como en un torbellino surgían ideas sin ilación y sin coherencia. ¿Qué le estaba pasando?
Domesticado por su "factor constante", buscó explicaciones para ése cabo suelto. Las relaciones de todo tipo pulularon por su cerebro adiestrado; en segundos pasaron años de su vida...
Recordó el primer encuentro con su gran amor. Un ascensor, una mirada y la invitación, de ella, a ver el crepúsculo al anochecer desde un piso dieciocho. Charla amable tomando café; dos historias que tenían en común el abandono y la deslealtad. La amistad primero que tres meses transformaron en amor. El sexo comenzó de manera tierna y sutil. Ambos, leales, hacía tiempo que extrañaban el paroxismo de la pasión. Vivieron como nunca antes un amor libre, cuidando del otro; estaban juntos y separados al mismo tiempo: se respetaban.
Repuesto en su trabajo luego de meses de espera, dejó de opinar no por miedo sino por convicción. Ya había descubierto que el hombre inventó la cultura (para él todo lo realizado por el hombre era cultura) como medio para dominar; él quería ser libre y lo era en sus pensamientos. Comenzó a escribir; todo lo que iba descubriendo en el campo científico así como sus propuestas de cambio cultural lo volcaba a textos de curiosa forma.
Había advertido que las ciencias y su aplicación, la tecnología, eran causantes de la verdadera transformación cultural y no las ideologías; la vida cotidiana transmutaba rápidamente. El futuro inmediato sería muy diferente pero nuevos problemas reemplazarían al viejo mundo construído sobre la base de las creencias. Una ley biológica tremenda empezaba a ocasionar estragos: la supervivencia del más apto. La ciencia y la tecnología creaban la obsolescencia de aquellos que no se adaptaran. Lo angustiaba el sufrimiento de quienes quedaban desamparados: el planeta no era para ellos. Al mismo tiempo los dioses ilusorios inventados por la vieja cultura cedían el paso a un dios real, tangible y terrible: el Dios Dinero... El arcaico juego del poder y la codicia avasallando a los más débiles.
Habló. La dictadura de turno (espadas, cruces, dinero, todas actuaban igual) no soportó su voz y lo hizo callar. Entonces sus amigos guardaron sus tesis en enigmáticos envases ocultos en textos inocuos y, a veces, con alguna belleza literaria. Para descifrarlos en plenitud era menester conocer algunos códigos y en el futuro se comprenderían mejor sus investigaciones. Sin embargo, algunas personas comenzaron a debatir secretamente sus tesis y añadían retazos que completaban un valioso mosaico. Desde la cárcel estaba al tanto del revuelo armado entre colegas y otros individuos inquietos por el futuro inmediato. Había dejado una huella que otros seguirían...
La vida en la cárcel era dura. Muchas veces escuchaba gemidos y otras alaridos de compañeros de infortunio; en su imaginación surgían bestiales rostros de sádicos inquisidores y hogueras orladas con beatíficos portadores de cruces que oraban cínicamente. ¡Ah la hipocresía de las creencias! ¡Ah la angustia del crédulo y el dolor del manso!
Las confidencias de los presos que habían cometido delitos reales lo puso en conocimiento de que una enorme telaraña tejida por los "cerebro-arañas" de organizaciones mafiosas que estaban detrás y sobre el poder, controlaba los gobiernos; éstos cambiaban de rostro pero aquéllas subsistían voraces.
El recuerdo de su amada retornó como en el girar de un calidoscopio. ¡Cómo amaba su porte!; parecía un pingüino: sus brazos pendiendo a los costados y un suave balanceo al apoyar cada pie. ¡Cómo amaba sus ojos de un verde claro indefinido!: como el fondo de un mar; centelleaban a veces con ira, otras con ternura. ¡Cómo amaba sus dedos de alejada pianista!, en especial sus pulgares que se arqueaban barrocos como su Domenico Scarlatti. ¡Y aquélla vez al correr su querida pingüinita hacia el mar!, retozando entre las olas y riendo como nunca antes lo había hecho; entraba y salía del agua demasiado fría para su cálido cuerpo; riendo y buscándolo con picardía. Esa risa inolvidable se repitió cuando en otro verano ella, sin saber manejar, quiso tomar el volante de un extraño coche: pequeño motor en un chasis y casi sin carrocería; por los senderos arenosos de un bosque zizagueó sin control, riendo como aquella vez en el mar y él a su lado compartiendo el fugaz instante que quedó en su memoria para siempre. Su descanso era el pensar y su placer, el recordar. Su amada estaba siempre allí, con él.
Giró su cuerpo sobre la peña y al hacerlo, de sus ojos resbalaron lágrimas de amor y de ternura que cayeron como lluvia dispersándose, atomizadas, llevadas por la brisa. Así sus recuerdos, pequeños, intrascendentes, emergiendo del olvido cubrían su pena inexplicable. No entendía porqué surgía todo de manera abarrotada y sin quererlo. Su voluntad paralizada. Sólo imágenes simultáneas de un pasado vivido en un raro país; un lugar donde la fantasía es realidad; donde el cinismo, la mentira y la hipocresía son las virtudes innatas de los dirigentes; la inocencia, la mansedumbre, la evasión, son las virtudes de los dirigidos; el delito y la impunidad son las constantes de un poder consentido pero sin sentido. Un raro y extraño país donde todo es posible, es decir, sin justicia (ni imaginar la Justicia). La cárcel, rápidamente, para los rateros pobres; el sobreseimiento definitivo sin que afecte su buen nombre y honor para los ricos jefes de mafias; "no hay pruebas o las pruebas se fabrican" ¡Ah, el Dios Dinero y sus devotos creyentes hincados en su altar! Los nuevos sacrificios de víctimas curiosas; ¡pobres de aquéllos que hurguetean la intimidad de los negocios!; la nueva Inquisición quema como la vieja. Nada cambia si no cambia el hombre. Nada cambia si no cambia el Hombre. Su mente rápida tomó la agudeza y allí sobre la roca quiso encontrar ése Hombre dentro de sí mismo. No lo encontró. No existe todavía.
Se refugió en un nuevo recuerdo evadiendo su responsabilidad. Era débil. Quizás un cobarde. Pensó en Galileo Galilei: él pudo vivir y sacar, por medio de sus amigos, sus descubrimientos hacia un país más libre. La cruel Inquisición lo doblegó. No luchó como Giordano Bruno; no se defendió, acató las órdenes del mandamás pero vivió; pudo seguir trabajando. Admiraba a Giordano Bruno. El astrónomo Bruno, a través de sus observaciones, había llegado a una serie de conclusiones como la existencia de infinitos mundos muchos de ellos habitados: ya no era solamente el hombre criatura de Dios; él sostuvo que había otras criaturas y lo planteó como hipótesis. Infinitos mundos en órbita alrededor de otros soles; ése fue su "crimen" y por eso la "santa" Inquisición ordenó quemarlo en la hoguera. No se "rectificó" como Galileo; lo torturaron alevosa y salvajemente en la boca, arrancando dientes, muelas y lengua; finalmente, en enero del año 1600, lo quemaron vivo... Su endeblez o su flaqueza lo hacía preferir ser como Galileo para sobrevivir. Por eso no lo habían torturado en la cárcel y por eso estaba ahora en esa roca; vivo, huyendo, escapando de los modernos inquisidores. ¡Ah, pero detrás de sí cuántos Giordanos Brunos habían caído! Se hablaba de miles.
De pronto oyó un lejano aullido de perros; los infames gendarmes, acosándolo, llegaban con sus mastines. Se irguió en la roca y oteando descubrió a los perseguidores. Comenzó a correr hacia la montaña salvadora; más allá estaba la frontera y con ella el asilo liberador. Al principio la carrera fue rápida: el miedo lo impulsaba. Encontró un sendero pero se bifurcaba en distintas direcciones; temió girar en redondo. La marcha se hizo dificultosa por lo abrupto del terreno y la abundancia de piedras. Cayendo y levantándose corría, en su desesperación, sin pensar. Actuaba sólo por reflejos. Por primera vez sintió pavor. Los ladridos se oían cada vez más cercanos. Cayó de bruces y su rostro se lastimó al rozar el filo de una roca; restañó la sangre, que manó en rojo borbollón, con el dorso de una mano y entre sus dedos quedaron varios trozos de dientes. Prosiguió la carrera; jadeante subió la cuesta que lo acercaba a la frontera. Pocos metros lo separaban de la libertad. Aplicando su factor constante había estudiado todas las probabilidades para huir y allí estaba, en la pendiente y a sus pies la salvación. Sería como Galileo, pero...sus neuronas entraron en cortocircuito y la figura de Bruno, señera en su hoguera, cubrió como única representación su mente febril. Pisó una piedra, resbaló y cayó rodando por la cuesta. Abajo, su cráneo golpeó con estrépito un verdinegro basalto. Trozos de su cerebro cayeron dispersos a ambos lados de la frontera.
Al día siguiente sus amigos pudieron rescatar los restos. Hallaron entre sus ropas un trozo, ajado, de un manuscrito más extenso escrito con letra despareja. Sólo podía leerse: "..... Motivan mi vida y por eso escribo: un ansia de buen amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable angustia por el sufrimiento humano....."
Esta es una historia real. Me fue referida por una amiga. El protagonista se la relató casi sin respirar, como en una fugaz descarga. Mi amiga, que lo conoce bien, completó frases apenas insinuadas; la comprensión de la amistad logró dar forma reconocible a sentimientos profundos de seres anónimos.
Todo comenzó (me refiero al instante de esta historia) una soleada tarde de invierno. Regresaba él con dos bolsas de comestibles (su soledad la matizaba los sábados buscando víveres para el resto de la semana); repentinamente sintió la necesidad de conversar con el portero; más bien de escucharlo. Ambos quedaron a las puertas de los ascensores como viejos amigos; en realidad él rara vez conversaba; siempre estaba apurado. Esa tarde estuvo un cuarto de hora escuchando una letanía de provincias y viajes por verdes comarcas; el portero se despachó a gusto. De pronto se abrió la puerta de uno de los ascensores; surgió una cara conocida y un amable beso en la mejilla; recién en ése momento advirtió la presencia de «ella». Giró su rostro y, por inercia, también besó su mejilla; fugazmente rozó sus labios. Ella estaba allí; él quedó paralizado y sólo murmuró, al rostro conocido, una amiga de ambos, algunas palabras ininteligibles. Ambas se retiraron prontamente; él regresó a su departamento.
Hacía dos años que se habían separado. Ella decidió estar sola; él era inmaduro; había competido con los dos hijos de ella buscando un lugar desde allí…desde la adolescencia. Su historia era de niño golpeado, sin la ternura de una madre; con la rudeza del padre apabullándolo. La rebeldía fue su escudo y se defendió así siempre. Al encontrar la ternura de ella se refugió como en un cálido nido. Jamás olvidó cómo ella desgajaba un pomelo y, quitando todas las hebras blancas, ponía el trozo en su boca mientras, sentados en un sillón, observaban la noche estrellada desde un piso dieciocho. Jamás olvidó cuando ella recostaba la cabeza de él en su regazo y depilaba sus orejas con una pequeña pinza, lentamente, con la exquisita fruición de la ternura nueva.
Cuando ella decidió tener a su lado a un hombre y no a un niño grande se produjo la ruptura.
En esos dos años él sufrió el abandono; ya había aprendido a quererla con el buen amor del adulto pero había llegado tarde. Sus tiempos (los de él y los de ella) eran distintos. Ella había perdido a su padre siendo niña aún; asumió el rol de madre de su madre. Cuidó de la madre inválida (real o exagerada, nunca se supo; quizá la madre también buscó a una madre y halló a su hija). La niña, raudamente adulta, tuvo responsabilidades prematuras. Por eso ahora, de adulta, necesitaba el mimo y el cuidado de un hombre; él, como siempre tarde, se dio cuenta en esos dos años de separación. Sin embargo el dolor lo hizo madurar. Comprendió, y asumió, su edad real: no era un adolescente. Ella había estado acertada. Ambos no podían estar juntos aunque se amaran.
Sí, se amaban. En esos dos años estuvieron solos. En una sociedad que rinde culto a la mentira, a la hipocresía, al engaño, ellos fueron leales. El sexo y la pasión lo guardaban, como un tesoro, para el amor; rara especie en un extraño país de falsedades y de artificiosas tretas buscando impunidades. Por eso él valoraba a ésa sencilla mujer de ojos claros, transparentes y de un dulce mirar (¡cómo extrañaba su miradita!), aunque admitía su esporádica cólera al transmutarse en breves iras; tan efímeras que las recordaba con afecto. Todo en ella era ternura hasta sus enojos… De ella había aprendido a mirar los retoños de los árboles, «las hojas bebés», en las primaveras y la música al crujir las hojas (¿quizá las mismas?) pisándolas en paseos otoñales. De ella y con ella había descubierto las callejuelas que «llaman» como un dedo índice que se flexiona invitando a transitarlas. ¡Ah cómo extrañaba aquéllas caminatas unidos de la mano! Sólo con ella había disfrutado los atardeceres. Sólo con ella había sentido la fugaz alegría de la caricia espontánea; aquélla que se brinda ante una palabra o una mirada sutil… ¡Cómo amaba su mano al deslizarse sobre su nuca! En esos dos años él sintió que había acopiado para siempre, hasta el final de sus días, miles de recuerdos, de momentos que sólo el arte podía inmovilizar.
Decidió escribir, aunando vivencias con reflexiones.
Antes del encuentro a la salida del ascensor había escrito un relato corto; era la historia de un científico que huía de los gendarmes de una dictadura y que lo perseguían con mastines. Durante el relato había volcado, sin quererlo y como siempre hacen los autores, algunos recuerdos que pululaban en su cerebro. Y…¿cuáles eran las vivencias más hermosas de su vida? Sin ninguna duda: las que tuvo con ella, con su buen amor.
Esa noche deslizó bajo su puerta, (a esta altura es obvio aclarar que ambos vivían en el mismo edificio y su buen amor de catorce años lo vivieron juntos pero separados por quince pisos) y antes de que ella regresase de su quiosco, un sobre con el relato.
Es menester hacer una aclaración para comprender en profundidad esta historia. Ellos se habían conocido un veinte de julio, día internacional del amigo, y él pensaba echar bajo la puerta de ella la narración del científico en la noche del día diecinueve; así ella encontraría su cuento como obsequio en el día del amigo y que era, a la vez, su aniversario. El fugaz encuentro a la salida del ascensor determinó que él adelantara la entrega. ¡Ah!…, el azar hizo que ésa tarde demorara con el portero los minutos necesarios; parecía que todo llevaba a que ella y él tuvieran que encontrarse. Parece una ficción, salvo que imaginemos destinos implacables o simplemente la casualidad…
A las 21,30 él echó el sobre y luego se puso a preparar su solitaria cena como todos los sábados; pero ésa noche acumuló ingredientes para una mejor pizza (su especialidad era una exquisita pizza mezcla de harina integral, germen de trigo, salvado, harina blanca y otras delicias dietéticas). También la casualidad hizo que tuviese tomates frescos y cebolla porque de haber previsto lo que sucedería habría comprado vino. No, todo lo sucedido fue espontáneo e impensado. Por eso actuó como lo hizo: con reflejos.
A las 22 sonó el timbre de su departamento: era ella; con lágrimas en los ojos entró en el living. Atónito, él sólo atinó a invitarla a pasar y a sentarse. Ella, entre copiosas lágrimas, balbuceaba: «es un golpe bajo, es un golpe bajo»… No supo él, quizá como todos los hombres, reaccionar ante las lágrimas de una mujer. Escuchaba las palabras: «es un golpe bajo, es un golpe bajo»…sin entender qué significaban. Ella habló. Le dijo que lo quería, que lo deseaba, que era una buena persona… Había tardado años (antes de la separación real) en decidir que lo mejor era terminar la relación. Sus tiempos diferentes no la hacían feliz, sufría el egoísmo de él y su inmadurez. No quería otro niño, buscaba al hombre.
En los dos años de separación él ya había comprendido qué había pasado en la mente de ella y por eso jamás sintió rencor; más aún, estaba de acuerdo con ella. La desunión lo hizo crecer pero era tarde.
Entre lágrimas ella decía que no podía restaurar el amor. Se había roto y ella no tenía las fuerzas necesarias para comenzar de nuevo. Le dijo él entonces que había cambiado: la separación además de dolor lo había hecho madurar. «No puedo empezar nuevamente; no puedo recuperar»…insistía ella; él se levantó yendo a la cocina y regresando con un plato. Ella reconoció de inmediato un viejo plato roto que había tirado a la basura y que él le pidió para pegarlo; por azar, la rotura era en dos trozos casi iguales. Al mostrarlo, él dijo: «mira, unidos en el medio; yo los pegué; tengo la fuerza para restaurar nuestro amor, este plato lo conservo como un símbolo; a veces lo uso y lo guardo con cariño». Ella acotó, ya con menos lágrimas y con pizca de su sutil femineidad: «no son trozos iguales, éste (dijo señalando el de la izquierda) es más grande». Respondió él (hombre al fin): «claro ése es el macho y ésta la hembrita». Una sonrisa iluminó la cara de ella.
La invitó él a cenar. Ella resistió algunos momentos pero sabedora de que él es un buen cocinero finalmente aceptó. Al regresar a la cocina advirtió él con estupor que la suculenta pizza la había dejado en el horno y se estaba endureciendo como suela de zapato. Hombre de infinitos recursos y conociendo los materiales con los que trabajaba, rápidamente echó agua dentro de la pizzera; la exquisitez absorbió el líquido como una esponja y recuperó su fresca lozanía. La cena estaba salvada. Ella comenzó a reír al verlo maniobrar con los ingredientes y él, para entretenerla, le mostró los licores caseros y de alta artesanía que preparaba en frascos de perfume o similares. Estaban etiquetados y con un certificado de garantía. Todo prolijo. Había licor de frutillas, de menta, de naranjas. Ella reía con ganas y aseveraba que él estaba loco y que no cambiaba más. La risa, la alegría que había llenado sus vidas durante tantos años regresó. Hubiera querido él abrazarla, levantarla en el aire y decirle: «te quiero, te quiero, amada, amada de siempre y para siempre» pero era hombre, es decir, un cerdo estúpido… Tenía razón ella los hombres son eternamente niños…
Ella mencionó que su hija, residente en el interior del país, de visita y con sus dos niños, podría estar llamándola por teléfono; había salido a ver a una amiga y se inquietaría al no encontrarla. Deseaba volver a su departamento pero también quería quedarse con él a cenar. Mientras él apuraba la preparación de la pizza…sonó el timbre. Al abrir la puerta vieron, con sorpresa, a la hija con sus niños; ella pensaba que regresarían mucho más tarde. Por azar volvió antes y para colmo de males había olvidado las llaves que la madre (ella) le entregaba cada vez que la hija la visitaba. La casualidad hizo que olvidara las llaves y pensó, por sugerencia del niño, verlo a él. La hija de ella comentó que estaba aturdida al no poder entrar y hasta pensó en regresar a la casa de su amiga; la indicación del niño y su intuición la llevaron a la casa de él… El encuentro de casi toda la familia se produjo por mero azar…
Entre todos prepararon la mesa pues aceptaron la invitación de él para cenar. Ella abrió un cajón para buscar más cubiertos y al no encontrarlos preguntó donde estaban; él, riendo, los buscó debajo de otros enseres; «como hacía tiempo que no recibía visitas…», se justificó. Faltaban sillas. El buscó mientras ellas acomodaban. La última silla la trajo de un recóndito rincón; tuvo que limpiarla. Los hombres son reacios a la limpieza a fondo de una casa; cuando viven solos el polvo se acumula. Ellas, pacientes, lo esperaban ya sentadas, los niños ubicados y él, presuroso, apareció con la silla en alto; parecía el Quijote con su lanza. Se ubicó frente a la hija que tenía en su falda a la beba de diez meses; a su derecha, el niño de tres años y ocho meses; a su izquierda, ella. La magnífica pizza fue cortada en trozos. Ella y la hija señalaron que estaba muy rica; el niño, cansado del intenso trajín, estaba inapetente. Con inmensa ternura, él puso un trozo envuelto en papel en las manitas de la querida criatura; logró poco; el cuerpecito ya palpitaba y la mente quizás intuía la pronta partida de la mamá viajera.
Así, el reencuentro inesperado se produjo con una familia casi a pleno (sólo faltaba el hijo de ella que quizás estaría con alguna novia). Ella siempre lo había querido como padre para sus hijos; él, como siempre tarde, empezó a sentir a los hijos de ella como sus hijos y a los niños…¿cómo sus nietos?
Acompañó a las dos mujeres y los niños al departamento de ella. Se quedó un momento junto al niño que quiso ver dibujos por televisión (es su pasión). El pequeño cuerpo se instaló en una mecedora; parecía un principito. Sobre el piso se sentó él, en silencio y tomando las manitas de la criatura pensó que no había comprendido la dulzura que Ella (su querido buen amor) le había ofrecido años atrás con sus hijos pequeños. ¿Cómo podría restaurar sus falencias?
Se retiró en silencio a su departamento. Cabizbajo y meditabundo al acomodar cansinamente los utensillos, vio un frasco de mermelada de frutillas que había preparado pensando en ella (era una fantasía suya pues estaban separados pero él imaginaba que todos sus productos artesanales los hacía para ella; por eso duraban tanto…) El envase estaba por la mitad; pensó: la otra mitad es para ella…al fin había aprendido a compartir… Subió. Le abrió la puerta la hija; ingresando a la cocina le entregó el frasco a ella, quién, al quitar el envoltorio y leer la etiqueta con el consabido certificado que garantizaba la calidad artesanal del exquisito producto estalló en una risa única e inolvidable… Mi amiga terminó su relato diciendo que él la esperaba en un bar (era un tipo de café) para contarle el resto pero…esa, ésa es otra historia…
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